Este documento puede ser consultado de manera fisica en: La Jornada Aguascalientes, julio, 2012, domingo 15, página 9.
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Anexo 1
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Transcripción del texto
Reflexiones sobre política cultural
Otto Granados
Los cambios de gobierno suelen ser oportunos para poner sobre la mesa algunas cuestiones sobre la actividad cultural diseñada, administrada, organizada y financiada por el sector público en nuestro país y en los estados, que permitan eventualmente reflexionar, quizá con una perspectiva nueva, sobre un tema nada nuevo en la historia mexicana reciente.
Parto de varias preguntas relativamente
provocativas: ¿debe el Estado, dicho con mayúsculas, tener eso que
llamamos una política cultural? En caso afirmativo ¿cuál debe ser?
Planteado de otra forma ¿a qué nos referimos exactamente cuando hablamos
de cultura? ¿A una cuestión de alta cultura, de cultura selectiva, de
refinamiento estético o de élites liberales, como de alguna manera
sugieren, por ejemplo, el polémico libro reciente de Mario Vargas Llosa,
La civilización del espectáculo, o el no tan reciente, pero fascinante, de Marc Fumaroli, El estado cultural, o la obra de Gilles Lipovetsky?
¿O en realidad pensamos en una política
cultural entendida como fomento de las artes, como apoyo a los nuevos
creadores, como mecanismo de cooptación política de creadores,
escritores y artistas, como ornamento intelectual del teatro político,
como parte de los atractivos turísticos de un país, como construcción de
infraestructura, como editor y productor cinematográfico o como
mecenas, entre otras cosas?
Es decir ¿hablamos de una política
pública concentrada solo en la defensa y protección del patrimonio
cultural, histórico y arqueológico del país, de sus expresiones
populares e indígenas, e incluso de lo que alguna vez se conoció como la
identidad nacional? En síntesis ¿Una política cultural, en caso de haberla, trata de todo esto?
Esta es una forma de enfocar la
cuestión. Pero hay otra, digamos racional, casi eficientista, por no
decir liberal, que podría consistir en evaluar el impacto de esa
actividad cultural, y entonces las preguntas son distintas.
Por ejemplo ¿hay alguna manera de medir
los efectos de la política cultural? ¿La eficacia es un concepto válido
en este aspecto? ¿Podemos aproximarnos a ella, si fuera lo pertinente, a
través del número y la calidad de los premios que reciben nuestros
creadores, por la cantidad de obras que producen, o por el consumo de
libros, la asistencia de personas a museos, cines o teatros, y un largo
etcétera? En conclusión: ¿tiene alguna función el Estado en la actividad
cultural? Me inclino a pensar desde luego que sí.
Empiezo por repetir la obviedad de que a
estas alturas no hay o no debiera haber ya gran discusión acerca de la
significación ética, estética, educativa, moral, social o económica de
la cultura para un país que intente ser civilizado. El problema empieza
cuando se discute el papel del estado o, dicho con más propiedad, de los
gobiernos en esta tarea. Veamos el caso de México y de los estados.
Por décadas, a caballo de la longevidad
del antiguo régimen, el Estado vio en la atracción de los intelectuales,
en la actividad cultural y en la política exterior una forma de lograr
cierta legitimación interna y externa que atenuara la percepción de los
excesos del monopartidismo y la falta de una democracia homologable
según la tradición occidental. Los intelectuales, por su parte,
encontraron en esa una zona “respetable” de relación con el estado
porque significaba gozar de las ventajas de la cercanía, en un terreno
más o menos neutral, pero sin los costos de una alianza abierta y
explícita con los gobiernos del PRI. La razón esgrimida por muchos de
ellos –estética más que ética– era que el trabajo de ciertas áreas de la
administración podía entenderse como “políticas de Estado” y no como
acciones del presidente en turno, y eso ofrecía un capelo moral para los
beneficiarios pero sobre todo preservaba su virginidad ideológica y su
espacio político.
Algunos de ellos se fueron rotando en
cargos en organismos desconcentrados y descentralizados como los
institutos nacionales de Bellas Artes, de Antropología e Historia e
Indigenista; el Fondo de Cultura Económica; la SEP; los canales 11 y más
tarde el 22; Radio Educación; embajadas, consulados y agregadurías
culturales, y alguna que otra senaduría, diputación o gubernatura, y los
institutos estatales de cultura.
Otros no tuvieron o no aceptaron
responsabilidades formales, pero disfrutaban de becas generosas,
homenajes nacionales, ediciones de lujo de sus obras, exposiciones,
patrocinios publicitarios o para proyectos de investigación, cenas y
veladas literarias, asesorías y acceso a las mieles, secretos y chismes
de la corte. En este reparto de privilegios, hay que decirlo, en
ocasiones pesaron más las consideraciones tácticas o el oportunismo que
la calidad de las obras.
Es en ese contexto en que se empieza a
hablar, en la segunda mitad de los años ochenta, de darle a la actividad
cultural del país un nivel institucional más autónomo, más orgánico y
más visible. El gobierno federal pensó de hecho en la posibilidad de
formar una secretaría de Cultura para darle densidad a lo que hasta
entonces era una subsecretaría dependiente de la SEP. El presidente
Salinas sondeó a los intelectuales públicos más conocidos o notorios, y
finalmente, a sugerencia, creo, de Octavio Paz, la decisión fue crear el
CONACULTA. Hasta donde entiendo, la argumentación fue que una
secretaría, con todas las características institucionales y legales como
todas las demás, podría eventualmente inhibir o burocratizar la
actividad cultural e, incluso, restringir los espacios de libertad en
esa zona siempre gelatinosa que hay entre estado, gobierno, política
pública, libertad intelectual.
Años más tarde, en 1994, el presidente
de Colombia, Ernesto Samper, propuso crear un ministerio de Cultura, que
finalmente nació, aunque en esos meses también se produjo una discusión
al respecto. García Márquez, uno de los opositores de la idea, ofreció
dos tipos de argumentos. Uno es, según él, que a “la cultura hay que
dejarla suelta a su aire. El Estado tiene el deber de fomentarla y
protegerla, pero no de gobernarla, y todo ministerio de cultura termina
por ser tarde o temprano un ministerio de policía para la cultura. Un
órgano altamente político y perturbador para la comunidad más orgullosa
de ser como es: independiente, inconforme, dividida e ingobernable”. Y
el otro fue que como la cultura “no son sólo las bellas artes” sino
también “la cocina, la moda, la educación, la ciencia, las religiones,
el folclor, el medio ambiente, el modo de amar, en fin, todo lo que el
ser humano agrega o quita para mejorar o perjudicar a la naturaleza”,
entonces “un ministerio para todo sería un órgano desorbitado e
incosteable” y “un ministerio sólo para las bellas artes no vale la
pena”.
En realidad, tanto Paz como García
Márquez pensaban, tal vez por razones generacionales, en los ministerios
de cultura de regímenes dictatoriales que eran en realidad ministerios
de control o de propaganda, o que terminaron siéndolo. Por ejemplo, el Kultusministerium (Ministerio
de los Cultos) de Bismarck, Hitler lo hizo suyo, y ya tras el final de
la Segunda Guerra ese órgano de la cultura desapareció como ministerio
federal y la responsabilidad pasó a los estados. El de la Unión
Soviética fue a su vez instrumento de exclusión, de segregación
política. El de Francia, en las épocas de Malraux y de Jack Lang, al
parecer funcionaron muy bien. Pero, claro… eso era Francia, De Gaulle y
Miterrand.
Finalmente, muchos países como España,
la propia Colombia, Argentina, Venezuela, Bolivia, tienen ministerios o
secretarías de igual nivel; otros tienen, como Chile, un consejo, y
otros más como Canadá tienen algún departamento minúsculo a nivel
federal pero son las provincias quienes tienen sus ministerios
culturales fuertes, a veces solo para la cultura y en otras junto con
turismo, la defensa de la herencia o las lenguas de los pueblos
originarios. El mejor ejemplo es el de Quebec.
¿Qué supone este recuento? Que a estas
alturas no hay utilidad práctica en discutir si se queda el CONACULTA o
se crea una secretaría de Estado. Esta es una discusión irrelevante,
pero no lo es es la forma como está organizado el CONACULTA.
Por ejemplo, hay un modelo interesante que es el de Estados Unidos. No hay un ministerio ni un departamento sino el National Council on the Arts y el National Endowment for the Arts,
que es el que maneja el presupuesto, dedicados esencialmente a
establecer líneas de trabajo, encabezar iniciativas y dar fondos. Los
miembros de los órganos de gobierno de ambos son nombrados por el
presidente para seis años, seleccionados, dice a ley respectiva, por su
conocimiento ampliamente reconocido y su profundo interés en el campo de
las artes, que tengan un record de servicios distinguidos en ellas o
logros eminentes en las artes, y que sean aprobados por el Senado. Hace
unos 15 años se decidió que también se integraran 6 congresistas como
miembros de los consejos.
Dicho esto, quizá es muy oportuno pensar
en una nueva composición de los órganos de gobierno de CONACULTA, muy
bien integrados, que tengan amplias capacidades de decisión en materia
de nombramientos, líneas de acción, asignación de fondos, programas, en
suma, que, siendo un organismo público, sea también altamente
representativo y genere mejores decisiones.
Surge entonces una pregunta: sí, un
consejo muy bueno, muy bien integrado, con gente de elevadísimo
reconocimiento cultural y solvencia intelectual, pero ¿para qué? No
puede ser, ni a nivel federal ni en los estados, para los caprichos, las
ocurrencias de las administraciones en turno o de las primeras damas,
actividades dirigidas a las páginas de sociales, entre otras
distorsiones. Bueno, entonces para qué.
No existe una sola respuesta, pero
hagamos un intento. Por un lado, distingamos entre política cultural del
estado y actividad cultural, y lo que vemos es más lo segundo que lo
primero. Por otro, como Fumaroli advierte, a veces se usa la cultura con
fines históricos, invasivos, ideológicos o incluso compensatorios, como
fue en Francia en el siglo pasado, y en ese sentido advierte contra la
“cultura de la distracción”, contra un ministerio “que se arrogue el
papel de guía cultural, promotor del arte de vanguardia y árbitro del
gusto”, y contra la improvisación, el despilfarro, la burocratización,
el patrimonialismo y el clientelismo en las artes y las letras.
Con esas precauciones, surgen algunas
ideas mínimas: el estado debe concentrarse en unos cuantos ejes de
trabajo, muy específicos y que haga muy bien: por ejemplo, puede y debe
incrementar, modernizar y enriquecer la infraestructura cultural;
proteger y ampliar el patrimonio artístico, arquitectónico, museístico
del país; diversificar en términos de calidad y de orígenes la oferta
cultural; acompasar en la medida de lo posible la esfera de la gestión y
la promoción cultural con la esfera de la educación formal y el sistema
escolar, o difundir en el mundo el acervo cultural pasado y presente
del país, entre otras cosas.
Ahora ¿debe por ejemplo el estado
financiar directamente todo o a todos los creadores para que se
considere que cumple su responsabilidad cultural? Hay quienes confunden
talento con presupuesto, disciplina con subsidios, creatividad con
becas: es parte de la cultura clientelar de este país, y de la cual no
se escapan los intelectuales; antes bien, algunos son prototípicos de
ella.
Pero el estado no es responsable de
hacer cultura, ni de producir genios, ni de descubrir artistas. El
estado tiene como deber crear las condiciones básicas -materiales,
físicas, intelectuales, financieras etc.- para que los creadores
desarrollen su propio talento, produzcan su trabajo con la mayor calidad
y sea la gente la que decida si le gusta la obra, la música, la
pintura, la escultura de esos artistas, y tengan éxito en consecuencia.
Es irrelevante a estas alturas, suponer que depende de los gobernantes
el éxito de los artistas. Pero otra cosa es que ese proceso transcurra a través
de las instituciones públicas, si hacemos que esas instituciones
cuenten con una participación rigurosa, una asesoría exigente, unos
criterios de selección externos, que tengan capacidad de decisión sobre
los recursos. Eso me parece que sería una posibilidad.
Y, finalmente ¿cultura para quién?
Hace tiempo me preguntaron, por
ejemplo, si yo estaba de acuerdo con una caracterización de
Aguascalientes como la “Atenas de México”, quizás por la presencia a
principios del siglo pasado de gente como Posada, Herrán, Ponce, López
Velarde y Fernández Ledesma, es decir si éramos un “estado culto” o si
el calificativo era una exageración provinciana.
Yo contesté que me parecía un
calificativo más bien generoso y una inyección de vitamina para la
autoestima colectiva, pero un poco extravagante. Creo que la producción
de bienes culturales en ciudades como Xalapa, Mérida o Guadalajara, por
citar algunos ejemplos, es más copiosa, más visible. Por lo demás, no
entiendo bien qué se quiere decir con “estado culto”; hay sociedades
cultas, personas cultas, sociedades alfabetizadas, pero ¿estados cultos?
Y por otra parte ¿qué es ser culto o
quién es culto? ¿El que lee a Musil, escucha a Rachmaninoff, entiende a
Matisse, asiste a museos y conciertos de la Filarmónica de Nueva York?
¿O el que lee a Guadalupe Loaeza, le gustan Los Tigres del Norte y
disfruta con el martirio de cuadros de señoras que exponen en Los
Arquitos y en clubes deportivos? ¿O el que privilegia a los artesanos
del cobre en Michoacán y la música de los pueblos indígenas? En fin, es
una cuestión de gusto, de elección de cada quien, pero para los
gobiernos es un problema de selección, de asignación de recursos, de
decisión, entre otras razones porque, como dice Jack Lang, la cultura es
todo, pero los recursos son limitados y hay que elegir, y al elegir hay
que discriminar. Esto, para los gestores culturales, es un problema
real y de todos los días.
Pienso que es un buen momento para hacer
una evaluación profunda de la actividad cultural del Estado mexicano
que permita un mucho mejor funcionamiento de las instituciones
encargadas de ejecutarla, un nuevo diseño para la toma de decisiones y
para la formulación y ejecución de las políticas públicas en materia
cultural, un esquema de incentivos que facilite la atracción y
aplicación de mayores recursos privados en la actividad y las
industrias culturales, una diversidad más elevada, más abierta, más
global por decirlo así, de la oferta cultural que existe en el país y en
los estados, y una mucho mayor profesionalización de la gestión
cultural.
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